Ahí estaba parada, en medio del primer patio, descalza sobre los ladrillos rojos que el sol hervía, la mirada por las alturas y la boquita picuda.
—¿Qué haces, Donata?
—Silbando a los aires, niño... Falta lluvia, no hay de otra entonces. Hay que avisar a los chaccob.
—¿Y crees que escuchen? —Sí. Sólo hay que darles su tiempecito para que llenen bien sus calabazas, pero requetevienen.
Posiblemente no me crean y hasta me tilden de iluso y fabulador, cuentista en fin, pero la confianza de aquella humilde mujer, su fe tan pura, recibía asidua recompensa de las alturas.
De un momento a otro, el silente tacto de un vientecillo estremecía las hojas del limonar, como algo casual, nada definitivo. Poco después, las aspas de la veleta crujían, anunciando el arrecio del soplo veraniego. Finalmente, el caimito y el naranjo se sacudían como férvidos danzantes de la Polinesia.
—¡Viento de agua! ¡Viento de agua! ¡Donata, quita la ropa de las sogas! ¡Guillo, tranca la puerta de atrás! Y desde el florido mayo hasta fines de agosto, rara era la tarde sin que el fresco y enérgico bastón de la lluvia golpeara la tierra. Sólo que aquellas lluvias —si me permiten— eran peculiares. Sí señor. Diferentes a las de hoy, tan simples, tardías y fugaces.
Entonces era como si el ángel de la oración ferviente abriese una a una las puertas del cielo y todas las aguas generosas y palpitantes se dejaran caer con propósito de conquista. Intensos caudales se derrumbaban en medio de un atronar continuo, las alturas cruzadas por incontables descargas. Treinta, cuarenta, cincuenta minutos... Una salvaje proclama de la naturaleza para todos aquellos que dudaran de su imperio.
En la casa de ustedes se bajaba el control de la luz eléctrica y nos sentábamos en las hamacas a contemplar el fenómeno en una gris y húmeda semipenumbra. Era ocasión para cuentos y reminiscencias. Que si Zeus tiraba rayos azulosos entre los nubarrones, que si Odín venía a la carrera con una cuadriga de relámpagos, que si el dios de Israel quemaba montañas con su índice invencible.
—Pues en mi pueblo —intervenía Donata— dicen que una “oxcán” negra así de grande se enreda entre las nubes y les aprieta el buche...
—¿Nunca te ha topado un rayo? —A mí no, pero a mi primo Justino un chispatazo lo dejó calvo calvo.
Con la nariz sobre la madera húmeda, asomado a una ventana, contemplaba el tramo de mi calle 52 totalmente cubierto por aguas obscuras que corrían —por el declive— hacia el pozo recolector de la esquina de “El Peñón”. Aquel riachuelo llevaba hojas de todos los árboles del parque de la Mejorada, papeles, nidos de pájaros.
Muy lentamente, como un gigante cansado de asustar pigmeos, aquel diluvio comenzaba a disminuir, a perder rigor, hasta que convertido en amable goteo permitía a las gentes retornar a su vida habitual. —Mira, ya te hice uno...
Donata me entregaba el barco de papel para que yo lo pintara con las crayolas.
De inmediato, en el caudal de la calle, pequeño Suchiate de la ilusión infantil, aquel barco amarillo con rayas rojas se iba a descubrir islas fabulosas.
—Dile adiós, Guillo, dile adiós...